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Empieza Marta con peces y pescados, con Juan de Mairena, con Machado. No parece entonces muy extraviada, por lo menos a la hora de elegir a los maestros. Pero sabe (y lo sabe bien) que en poesía todos andamos así, perdidos en la Isla de los Mosquitos, con pena, con ira, con envidia, y sabiendo además que ni la isla es llegada.

Princesa caída de la luna otea el horizonte con sorpresa, la misma sorpresa con la que parece escribir palabras que ella misma extraña, pero que se instalan en una geografía propia. Tiene estilo, ganas, la uñas comidas por no poder decirlo todo y esquinas secretas donde refugiarse.
Delicada y celosa con las palabras sorprende la madurez de su dominio, que ella sabe transitorio y caótico. Algo importante: es una poesía llena de requiebros, es entonces cuando afloran sin disimulo sus mejores acentos, esa casa de humo donde se esconde riéndose del mundo, desnuda, sola, extasiada.
Palabras que circulan entre la rabia y el sueño, y en medio la locura de vivir lo cotidiano auténtico escenario de su poesía, la canción de Marta es un vaivén que constantemente altera los productos, para agarrar las mentiras, soltar lastre, dinamitar demonios. Por eso lo cuenta, lo explica con palabras, con amor, con dolor, chapurreando silencios.
La poesía de Marta Fernández Portillo es poesía del conocimiento (no sé si nueva o antigua), porque como recuerda el maestro Gamoneda la poesía genera conocimiento, es una forma de conocimiento y “sólo sé lo que digo cuando está dicho”. Marta como Julia (Uceda) va por el fondo del mar con una linterna. Esperando alcanzar el oído de la ballena.